Angeles sin alas: las abuelas
Publicado el 15/08/2014 ~ 0 comentariosMi abuela Pepita siempre ha sido una referencia para mí. Su optimismo, su alegría y su energía hacen que me interese mucho por su forma de entender la vida.
En Junio de éste año sufrió una caída accidental en la que se lesionó de la rodilla. A sus 87 años, tuvo que someterse a una importante operación. Unido a esto tiene que acudir a diálisis tres veces por semana, sufre de miastenia y otra caída accidental una semana antes, en la cual se rompió el hombro, hizo que afrontara la situación con algo menos de energía que habitualmente.
Mientras ella estaba en lista de espera para la operación de rodilla, me dirigí, dos días antes de la operación, al hospital para darle la cena. Estuve con ella hablando, y solamente respondía con las palabras mínimas. Quería dormir. Le di la cena y no tenía hambre. Así que me senté a su lado en silencio y le hice compañía. Más tarde, cuando la enfermera me pidió que saliera, le dije que le había escrito una carta, se la dejé en el bolso, me despedí y me fui.
Entonces, al cabo de media hora, aconsejado por mi madre, decidí subir a leerle la carta. No la había sacado del bolso porque no tenía fuerzas para sacarla, la saqué yo, se la di, y le pedí que la leyera. Entonces mi abuela sacó fuerzas, sujetó bien arriba la carta pese a su hombro fracturado y empezó a leer. Inmediatamente una gran sonrisa apareció en su rostro, le empezaron a brillar los ojos y dijo: “Oh, ¡qué bonito todo esto que me dices Ángel!”. Leyó, rió a carcajadas, pasó página y siguió diciendo: “Que hermoso todo esto que me escribes”.
Tras leer la carta estuvimos hablando media hora más, durante la cual ella mantuvo su gran sonrisa. La guardó y dijo que a partir de entonces la leería cada día, y que se iba a dormir como la abuela más feliz del mundo. Al día siguiente mi madre observó la alegría y energía de mi abuela, que aún le sigue durando. La operación fue un éxito, mi abuela se recupera magníficamente.
Como dato curioso, quiero comentar que un par de días antes de entregarle la carta a mi abuela, un señor que acude a diálisis en el mismo horario que mi abuela le escribió una también, sin ni siquiera conocerla. La carta iba complementada con el poema “Si” de Rudyard Kipling (clic para leer el poema) y una caja de bombones. Les cito un fragmento de la carta: “El motivo de estas letras es mostrarle mi admiración por su fortaleza física y moral, su constancia en llevar la dieta y seguir las instrucciones que nos da el equipo de salud. Y la firmeza de ánimo que hace que inmediatamente después de cualquier acontecimiento en contra -léase fracturas, por ejemplo- usted vuelva a estar, o mejor dicho, sigue estando como si nada hubiera pasado. Es esta forma de llevar los acontecimientos adversos y los favorables la que a mí, particularmente y creo que a todos, me anima a seguir llevando el asunto, aunque ni de lejos como usted.”
Al día siguiente mi madre observó la alegría y energía de mi abuela, que aún le sigue durando. La operación fue un éxito, mi abuela se recupera magníficamente, con fuerza, alegría, optimismo y energía, le venga lo que le venga y sin una sola mueca de dolor frente la incredulidad de los fisioterapeutas. Exactamente como describe la carta (hacer clic para leer original).
Mi abuela Pepita, ejemplo de fuerza, optimismo, alegría y paz interior frente a las adversidades, regala cada día a los que le rodean el mejor regalo que te pueden obsequiar: un ejemplo de felicidad.
La abuela hace de cada cosa pequeña un gran acto de amor. El centro de su vida es la entrega a los demás aunque esto le suponga algún mal.
La abuela tiene un corazón luchador, si haces algo mal te lo dirá, para que puedas mejorar. No se callará nada para estar más cómoda, siempre desea tu bien.
La abuela acepta las dificultades de la vida sabiendo que forman parte de ella y que ayudan al crecimiento personal, sin miedo y con alegría.
La abuela siempre tiene pensamientos y palabras buenas hacia los demás. No desconfía ni critica nunca a nadie. Siempre quiere lo mejor para gente que la tratan bien como para los que la tratan mal.
La abuela no pierde su sonrisa. Un buen día es cada día, y entonces nunca es mal día; por duro que sea, la abuela siempre tiene preparada para ti una sonrisa. Si las cosas salen bien se alegra, si salen mal también se alegra.
La abuela te quiere siempre desinteresadamente, sin esperar nada de los demás.
La abuela siempre te guía para que des buen ejemplo. Te anima a estudiar y a trabajar, te anima a que te rodees de gente buena, te anima a pensar y ser buena persona.
La abuela cumple siempre sus deberes, y siempre tiene muchos.
La abuela hace que la gente que está triste y enferma sonría y estén alegres.
La abuela tiene un carácter empático. Intentará siempre aprender de todo lo que le rodea, intentado perfeccionarse aún más cada día en su manera de ser.
La abuela no se enfada, conserva la serenidad y la paz con tal de solucionar cualquier problema de forma razonable, sin molestar a los demás.
La abuela es sinónimo de alegría y por tanto antónimo de la ira. Nunca de dirá algún comentario con un tono incorrecto o con mala intención. Cualquier palabra de la abuela tiene buena intención.
La abuela es ejemplo de voluntad y energía. Siempre se levanta pronto, sin pereza, comodidad ni vacilaciones, su entrega comienza desde ese momento.
La abuela ofrece sus actos a los demás, saca fuerza para los demás. Trabaja para los demás. Sonríe para los demás.
La abuela cada día reza por todos, piensa en todos y pide por todos.
La abuela siempre está bien, feliz por el regalo de la vida hace patente que lo agradece y lo disfruta. No importa donde, ni con quién, y en qué condiciones: ella es así.
La abuela es humilde, sencilla y discreta. Y aunque tenga muchos años, se hace notar poco.
La abuela siempre dice: adelante. Siempre ha aprendido de los errores, de las dificultades y de las derrotas para seguir adelante. De ahí ha sacado la gran fuerza que tiene.
La abuela dice que hay una cosa que está por encima de la salud. ¿De la salud? Si, la paz interior.
La abuela no tiene miedo al dolor y por tanto, nada le duele. Si le preguntas: ¿te duele algo abuela?, siempre responde: no. Es un hecho sobrenatural, nada le duele.
La abuela tiene Fe. Para ella lo primero es la Fe. Y gracias a la Fe es mejor para entregarse a los demás.
La abuela tiene siempre pureza en sus intenciones. Siempre lo ha hecho todo de buena fe.
La abuela es sabia. En su biblioteca tiene libros, libros y más libros. Y el gran fruto de su sabiduría es su paz interior. Seguramente no recordará todos los libros que ha leído, pero ella es un ejemplo de lo que está escritos en ellos.
La abuela vive y disfruta de las alegrías de los demás. Y si la visitas duran mucho tiempo te dice que te vayas, lo hace por ti.
La abuela ama a los demás, y cada día quiere querer más. Por esto se ha formado tanto.
La abuela siempre es servicial. La abuela nunca quiere molestar.
La abuela es sinónimo de amor y antónimo de egoísmo.
El trabajo de la abuela es ejemplo y la entrega diaria a las personas que le rodean. Realiza el trabajo más importante del mundo: guiar a los demás por el camino de la felicidad y paz interior.
La abuela no se crea necesidades. No necesita demasiadas cosas materiales para vivir, se conforma con poco. Vive libre de las ataduras de las cosas materiales y se focaliza hacia las realmente importantes.
La abuela es discreta, solo tiene palabras buenas y si no, no habla.
La abuela es santa. La abuela nos ha dado lo mejor que puede dar nadie.
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Y un relato corto de Amelia, hecho en los ardores de la adolescencia en el colegio, ahora joven universitaria, de un recuerdo de infancia con su abuela. Lo tituló en su día: “Ángeles sin alas”.
Aquí y ahora, lo recuerdo todo, es una imagen nítida que tengo en la cabeza, es como vivir en un recuerdo. La veo a ella, con el sol del atardecer entrando anaranjado por la ventana de la cocina, y con él un cálido olor a masa horneada. Recuerdo sus ojos claros, su sonrisa cansada, su edad marcada en cada arruga de su rostro, su pelo tejido de canas, su ropa, sencilla y con ese olor característico, que todavía recuerda mi pituitaria. Recuerdo todos aquellos sábados, en que mientras ella cocinaba el postre del domingo tarareaba canciones, siempre las mismas, con aquella voz aguda, llena de tembleques pero serena y cálida a la vez.
Y recuerdo que era siempre el mismo proceso, ella preparaba la masa pacientemente y cuando todos los ingredientes estaban añadidos y ponía la masa en el horno a cocer, se sentaba e frente de mí ofreciéndome un trozo de chocolate y preguntándome que cuento quería oír aquella vez. Yo le pedía siempre el mismo cuento, el de mi abuelo. Aquel hombre que parecía tosco, serio e irascible, pero en boca de ella era el hombre más tierno, romántico y modelo de todos los príncipes de cuentos.
Ella me explicaba, con un brillo juvenil en los ojos que se conocieron de jóvenes en un pueblo que lo tenía todo, y que la malvada bruja de la historia era la hermana del príncipe, que hizo lo imposible por separar a aquellos dos jóvenes que se amaban. Pero esa era la versión antigua, cuando él hizo aquel viaje sin retorno, ella decía que “con el tiempo la mala del cuento fue la misma vida, que le abandonó cuando él todavía quería aferrarse a ella”.
Nunca entendí eso hasta ahora que ella también había dejado de aferrarse a la vida. Y recuerdo cada instante en que ella rezaba en silencio, cada caricia, cada carcajada, recuerdo cuando se reía de mis tonterías y cuando compartíamos aquellos pequeños vicios secretos, como abrir la bolsa de pipas bajo el sauce llorón de la finca más cercana al río, y como ella me cantaba esa nana que hablaba de pájaros libres y me decía que yo tenía que volar y ser libre. Y ahora que no está lloro, pero no porque ya no esté, si no porque añoro que sea mi punto de apoyo, y todos deberíamos tener a alguien así, a un ángel que haga postres y cante canciones, un ángel que te pregunte cada año si hay algún chico, un ángel que lleve dentadura postiza y use crema anti-arrugas. Porque las cosas buenas, no deberían cambiar nunca.