Publicado el 30/09/2011 ~ 1 comentario
La belleza debe ser el contexto de la verdad, su escenario. No pocas veces puede reconocerse la verdad por el esplendor de belleza que genera a su alrededor. La verdad resplandece en todas las obras del Creador y especialmente en el hombre.
El engaño resplandece también, si no, no engañaría: hay una belleza luciferina… Pero el esplendor del engaño es como un fogonazo deslumbrante, no dura. No es lo mismo deslumbrar que iluminar. La belleza de la mentira caduca rápido. No da paz, no sosiega, atosiga; no trae felicidad, trae vértigo. La belleza del engaño es agresiva, obliga.
La verdad no deslumbra, ilumina pacíficamente; en su ambiente más que la luz se perciben las cosas, la realidad. La belleza de la verdad no es provocativa ni sensual, es una hermosura cotidiana, discreta como la voz de Dios en la conciencia. El ruido de la verdad es como el que hace una esponja al absorber el agua. El del engaño es como el ensordecedor estrépito de una catarata, no permite oír otros sonidos. La voz de la verdad es suave. El rostro de la verdad es alegre.
No es lo mismo la risa que la sonrisa. La primera es más estrepitosa, la segunda más serena. La risa es fugaz, nadie puede estar riendo mucho tiempo. La sonrisa puede ser permanente. La risa generalmente procede de fuera: un chiste, una broma, algo que me cuentan: nadie suele reírse a solas. La sonrisa viene de dentro, de los propios pensamientos. Las dos expresan la alegría de un modo distinto.
Todos necesitamos ver caras sonrientes. Rostros que expresen la bondad del corazón. Debe haber un cable, desconocido por los anatomistas, que comunica el corazón con los labios, de manera que cuando el corazón sonríe, el rostro se ilumina de alegría. Sonreír es mostrar al mundo que mi alma vive en paz en medio del río de la vida. Si esa sonrisa es permanente, entonces es que mi paz se ha hecho duradera.
Shakespeare tiene un pasaje genial en su “Julio Cesar” que viene a ilustrar esta idea. Julio y Antonio atraviesan Roma en una cuadriga, se dirigen al circo. El pueblo les saluda a su paso. En una esquina ven a Casio y entonces Julio Cesar comenta: “Rodéame de hombres gruesos, de hombres de cara lustrosa, y tales que de noche duerman bien. He ahí a Casio con su figura extenuada y hambrienta: piensa demasiado, es peligroso. No le temáis Cesar —dice Marco Antonio— no es peligroso, es un noble romano de rectas intenciones. Le quisiera más gordo —replica Julio— lee mucho, es un gran observador y penetra admirablemente en los motivos más intrincados de las acciones humanas. Él no es amigo de diversiones, ni oye música, rara vez sonríe. Tales hombres no sosiegan jamás” (William Shakespeare. Julio Cesar. Acto primero, escena segunda).
La alegría de vivir es todo un patrimonio, un tesoro. Los que llegan a adquirir la sabiduría son personas a las que no es fácil arrebatar la alegría. Hay cosas que matizar en el pasaje de Shakespeare, pero quedémonos con esto: “rara vez sonríe”. Todo un tratado de crítica del comportamiento. “Rara vez sonríe”. La verdad genera belleza y genera alegría. La falsedad, los señuelos, las mentiras, la insinceridad, producen almas atormentadas y retorcidas. La alegría de la mentira es efímera, es sólo el preludio de la tristeza.
Hay que probar a sonreír. Quizá ese cable desconocido funcione también en sentido inverso. Quizá el que se proponga sonreír a todos acabe por hacer que su corazón descanse.
Ser positivos, tener ojos para ver el bien que late en cada criatura y en cada circunstancia. Esas personas se cotizan. Lo negativo es muy fácil de detectar, valen más quienes encuentran siempre un pensamiento positivo, hermoso. Aunque la situación sea angustiosa, aunque las circunstancias negativas impongan su ley, las personas con corazón sensato encuentran dentro de sí mismas una esperanza que mueve a sonreír. La esperanza se encuentra dentro del propio corazón, no en la hipotética llegada de un cambio externo (A.S.)