El amor no resuelve los problemas, los suprime.

Publicado el 24/01/2011 ~ 0 comentarios
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Fragmento de Shadowlands (Tierras de penumbra), en el que la frase de Joy: “La felicidad de ahora, está en el sufrimiento de entonces: este es el trato”, se invierte al final con la frase de Jack: “El sufrimiento de ahora, está en la felicidad de entonces: este es el trato”. Estas sencillas palabras nos dan pie para pensar y no pasar por alto la realidad más imponente: la muerte.
—Mira Ana, yo no puedo cambiar. En realidad nadie puede cambiar, cambiar es como morir un poco. Yo he nacido tiburón, otros han nacido besugos… pero tú eres mi delfín blanco: yo te encontré. ¿Que todos somos hermanos? y tal…: utopías. Te digo, Ana, que lo moderno, lo inevitable, es lo que dice la Karerina…: “No hay nada gracioso ni alegre, todo es feo. ¿Para que sirven todas esas iglesias, esas campanas y esas mentiras? Únicamente para ocultar que nos odiamos unos a otros. La lucha por la existencia y odio es lo único que une a los hombres… Hay tantas casas… y en las casas gente y más gente, ¡qué personas!, son infinitas y todas se odian unas a otras”. Dale una oportunidad y te mostrará su odio… o su indiferencia que es peor. No conozco personas buenas, y no las conozco porque no existen. Tú simplemente me gustas, me siento bien contigo, pero sé que tarde o temprano empezarás a odiar, Ana. Es inevitable, la vida golpea muy duro, las primeras estocadas se resisten, pero es cuestión de tiempo, llega un día en que uno devuelve el golpe y entonces, ¡ah! entonces, comienza a vivir, ya no hay personas sino rivales.
Esto es así porque así es la Naturaleza. Mira las carnicerías, las matanzas, las degollinas, todo el espantoso drama que se oculta en la Naturaleza. ¿Sabes que hay un bichito, la mantis religiosa, que devora a su macho al tiempo que éste la fecunda? La araña estrangula a la mosca. Y el cecérido con un triple aguijonazo, destruye científicamente los tres centros vitales del bupréstido y se lo lleva consigo para que, más tarde, su larva pueda consumir, todavía vivo, al desgraciado insecto paralizado, escogiendo los bocados, esquivando con una ciencia atroz los centros vitales, conservando la vida de su víctima. El filanto, asesino de la abeja, antes de llevarse consigo a su víctima, le presiona el buche, la hace vomitar la miel y chupa la lengua de la desgraciada agonizante, que cuelga fuera de la boca.
Esa es la carnicería que se desarrolla en cualquier rincón de la tierra, en el jardín de tu casa, Ana. Y los hombres somos peores. El hombre es un lobo para el hombre. El hombre es más despiadado.
¿Sabes que los turcos cuando, en sus guerras, conquistaban un pueblo, cogían a los niños de pecho y, en presencia de sus madres, los arrojaban al aire, bien alto, y al caer los ensartaban con sus lanzas? En presencia de sus madres, eso era lo “artístico”. Tú y yo pertenecemos a esa misma naturaleza asesina… sin remedio.
Ana, ¿has leído a Dostoievski? Pues escucha. Cuenta que, en la época de la esclavitud, algunos hombres habían llegado poco menos que a la convicción de tener el derecho a la vida y a la muerte de sus siervos. Uno de esos hombres poesía centenares de perros de caza. Un día, el hijo de un siervo de la casa que no pasaba de los ocho años, tiró una piedra, jugando, e hirió al perro favorito del amo. ¿Por qué mi perro predilecto cojea?, se preguntó al verlo. Le informaron de  aquel muchacho había tirado una piedra y le había herido en una pata. ¿Has sido tú?, ¿sí?, ¡prendedle! Hizo reunir a la servidumbre para dar un ejemplo y en primera fila la madre del niño culpable. Mandó el dueño que trajeran todos sus perros. Desnudan al niño. El crío tiembla, está loco de miedo. Le gritan que eche a correr y, enseguida, tras él, sueltan a los perros. Lo acorralaron y lo hicieron pedazos.
Esto no es historia pasada que ha dejado de ocurrir, no. Cosas similares suceden en Ruanda y han sucedido en Sudáfrica. Pero lo mismo pasa en el mundo civilizado, en Manhattan es otra especie del mismo odio el que arde en el corazón del hombre civilizado cuando insulta, cuando se alegra del fracaso de otros…
La vida es la más peligrosa de las experiencias, el mundo el más peligroso de los lugares y el hombre el más peligroso de los animales. Esta es mi religión querida. Estos son los hechos.
(…)
Pero Cristina no había terminado:
—Ante este espectáculo de destrucción, querida, prefiero no creer en la existencia de Dios. Antes que tener fe en una inteligencia divina soberanamente indiferente, despiadada y perversa, vale más creer en la nada. Cuando era pequeña rezaba y le pedía a Dios por mamá, rezaba mucho, entonces quería a Dios, le tenía.
Mamá nunca me gustó, yo la veía mala, sólo quería a Jorge. Le decía cosas terribles a mi padre en mi presencia: palabrotas que están grabadas en mi corazón como puñales. Yo pedía a Dios por mamá todos los días y ahora mírala, pobre infeliz, ha muerto en vida.
A los diez años, una compañera me reveló “los secretos de la vida” de un modo atroz, aquello me impresionó mucho. Corrí llorando a mamá, se lo conté todo y ella me dijo: “espabila monada, pareces subnormal” y se rió de mí a carcajadas. Estuvo riéndose un rato y se fue dejándome sola. Aquél día perdía Dios y perdía la inocencia, me endurecí, descubrí que era fuerte. Todo aquello secó la fuente de mis lágrimas, ya no volvería a llorar. Me di cuenta que era capaz de herir y de hacer daño… Y lo hice, aquello me liberaba, me aliviaba… Ya ves… perdí a Dios siendo niña, para qué engañarnos… lo he perdido.
Hubo un silencio.
Ana sentada en su butaca frente a la piscina miró a Cristina que, a su lado, tenía los ojos bajos puestos en el agua, como dos navegantes a punto de naufragar. No sabía qué responder. ¿Qué podía decir? Aquella chica mayor que ella, más inteligente, que lo había visto todo, acababa de abrir su corazón, acababa de abrir las dos puertas de su alma revelando su drama personal. Cristina seguía con los ojos puestos en el agua. Ana guardaba silencio y miraba a esos navegantes que se ahogaban en la piscina. Tenía que decir algo, pero ¿qué?
Al fin, Ana abrió los labios y por ellos manaron, ávidos de luz, muchos pensamientos que allí, en el fondo de ella misma, aguardaban su hora. Ana entregó a Cristina musculosas palabras largamente meditadas:
—Cristina, lo sagrado es oscuro. De ahí no se sacan conocimientos ni certezas, sino fuerza y vida.
Pregúntate si realmente has perdido a Dios. ¿No será más bien que no le has poseído nunca? Dices que en tu infancia le tuviste… No ¿Crees que una niña puede tener en sus brazos a Aquél que los hombres hechos sólo consiguen llevar con fatiga? ¿Crees que quien realmente le tiene podría perderle como quien pierde una piedrecilla?
Tú lo llevas dentro, Cristina, todos estamos preñados de Dios, aunque muchos sólo le reconocen cuando por fin entre los dolores le alumbran. Ten paciencia y buena voluntad, y piensa que lo menos que podemos hacer es no dificultarle su llegada, como no le dificulta el campo la llegada de la primavera… Llegará la primavera, una primavera cargada de respuestas.
Cristina, el odio es una mala fiera que encuentra fácil cobijo en el corazón humano. El odio es el carcelero de Dios, su verdugo, su depredador… Hay que empezar por amar.
El amor no resuelve los problemas, los suprime.
Ana vio de nuevo los ojos de Cristina que ahora estaban ahogados, pero esta vez ahogados en lágrimas, mirando hacia arriba para contener el torrente.
Las dos se miraron y sonrieron tímidamente primero. Habían entrado en el sagrario de sus conciencias, y ahora había que salir… Salir de puntillas, como se sale del cuarto de un enfermo. Pero aquella visita había devuelto un poco de esperanza al agonizante. No salieron en silencio, lo hicieron como lo hacen los niños, sin matices.
Sonrieron tímidamente primero… Y rieron abiertamente en seguida.
Cristina se levantó de un salto y, reanimada por la acción benéfica del extraño duende que envolvía las palabras de Ana, dijo:
—Dos largos, ida y vuelta, la que pierda paga el vermut.
La carrera destensó los nervios de Cristina. Pero ganó Ana. (A.S., Química sobre química)
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