Funcionar con el cerebro en positivo

Publicado el 23/01/2011 ~ 0 comentarios
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Fueron felices, y comieron hamburguesas  (con ketchup)
“Algo se puede decir: por ejemplo, que casi nadie sabe en qué consiste, y que no por eso dejamos de buscarla ni de hablar de ella. Que con ocasión de nuestro santo o cumpleaños nos desean, no una felicidad, sino muchas felicidades. Y, por supuesto, que también sean muy felices los viajes, las vacaciones, la boda y el matrimonio, el aniversario, el año nuevo, las Navidades, la Pascua”.
Pero antes de seguir con la lectura de este artículo, debemos ver estos dos videos: cada cual en su estilo sugerentes y llenos de ganas de hacer pensar, no de sentir.
SANDRA GRAVES: El mejor argumento es la ctitud positiva ante la vida.
MARIO ALONSO: Conocer el cerebro y usarlo bien (Si alguien no quiere ver la publicidad: a la derecha arriba, hacer click: “ves al video”; después de play)
Y ahora sí. Seguimos leyendo con buen humor e ironía.
“¿Y los sueños?
Sobre todo los sueños, ya que, según dijo algún filósofo, la felicidad es como una gana de dormir.
En un famoso congreso de un partido político no menos famoso, cuyo nombre no diré para no abochornar a sus dirigentes, se aseguraba que el suyo era nada menos que un proyecto de felicidad para los ciudadanos de nuestro país.
También en las películas y singularmente en las norteamericanas se habla de felicidad hasta el empalago, y casi siempre con un tono meloso e indigesto, tan alejado del mundo real, que probablemente no deja la menor huella en los espectadores (al menos eso espero). Los chicos y las chicas de telefilm hablan de su felicidad a todas horas y en los contextos más triviales y ordinarios. Y resulta sorprendente comprobar de qué cosas tan tontas la hacen depender.
¿Serás capaz de oponerte a la felicidad de tu hija, Richard?, preguntan el 90% de las cónyuges rubias a sus correspondientes maridos, en algún momento del 68% de los culebrones que invaden las pantallas de televisión.
La supuesta felicidad de la niña suele ser un muchacho llamado Dick, que siente por ella algo muy especial.
Películas aparte, es cierto que la mayoría de los humanos relacionamos la felicidad con el amor. Suponemos y no nos falta razón que ni el último modelo de automóvil ni el chalet en primera línea de playa ni siquiera el Pentium 130 que nos prometió papá, nos harán realmente felices. De ahí que, cuando uno compra, pongamos por caso, una botella de whisky en la tienda de la esquina, el dependiente no nos diga: que sea usted feliz con ella, don Raimundo. Todo lo más si es educado nos deseará que la disfrutemos con salud.
Es cierto que la cursilería imperante está llegando a tales extremos que cualquier día, desde la televisión, nos prometerán la beatitud suprema con tal de que cambiemos de detergente.  No obstante, intuimos que el secreto de la felicidad no radica en tener cosas, ni siquiera en poseer personas como si fueran objetos, sino en ser algo más que consumidores de placeres, de experiencias o de sensaciones.
Sí; todos estamos seguros de que el camino hacia la felicidad tiene mucho que ver con que encontremos un sentido para nuestra vida; con que hallemos algo, o a alguien, por quien valga la pena sufrir, luchar e incluso morir. Y es que el sufrimiento, la lucha y la muerte son peajes inevitables de este camino nuestro en la tierra. De ahí que quien aspire a ser feliz, deba contar con ellos y lograr que no parezca insoportable su  pago. Esa entrega ese desvivirse gustosamente y con sacrificio es lo que llamamos en castellano amor.
El problema, como siempre es el hedonismo, esa moral/inmoral del placer light, que no entiende el sacrificio, porque supone que el amor es sólo un divertido fenómeno químico de escasa duración, que debe practicarse como un juego, evitando riesgos indeseables.
El hedonismo supone una renuncia explícita a encontrar la felicidad. Lo pongo así, en negrita, porque me gustaría dejarlo muy claro a quienes se empeñan en convertir su vida en un puro pasárselo bien.
Ese pasárselo bien montárselo bien, dicen algunos con una curiosa metáfora equina da por supuesto que la vida es un puro aguantar mecha, sin objeto.
Un hedonista consecuente a lo sumo busca una felicidad baja en calorías, hecha de pequeños placeres descremados, cada día menos intensos y más deprimentes, porque, queramos o no, el paladar también envejece.
Debe de ser duro vivir así, huyendo permanentemente del sacrificio y tropezándose con el dolor en cada esquina. Sin entender el goce, que tanto se busca, y predicando una filosofía de la vida que sólo aspira a  vegetar, y a cuidar la salud para que el tormento dure algunos años más.
El hedonismo trata de convencernos de que la felicidad no existe y que  lo razonable es anestesiar el espíritu con sucedáneos mientras el cuerpo aguante. El hedonismo es templado, juicioso y comedido. No le van las exageraciones poco civilizadas de los que se atreven a hablar de amor. Nada de ser felices y comer perdices. Todo lo más, pasárselo bien y comer hamburguesas (con ketchup para disimular el sabor)”. E. Monasterio
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