Elegir y
renunciar
Elegir un proyecto, proponerse una meta, implica excluir cosas que no encajan en él, que no son de nuestro estilo, que no caben en nuestro programa. Elegir implica renunciar. Cuando hay una conducta motivada por un proyecto, uno se alegra de las renuncias que conlleva, porque está comprometido con la elección por la que ha optado.
Esta
es la manera de enriquecer la personalidad. De lo contrario vamos dando vueltas
a las cosas a las que hemos renunciado, o esquivando el bulto al compromiso
asumido, y así la elección –el ejercicio de la libertad- no
tiene mucho sentido. Así las circunstancias nos llevan por dónde
no queremos ir. Pero no porque sean más fuertes que nosotros, sino
porque nos rendimos, porque nuestro proyecto no tenía fuerza, porque
carecía de garra y de los valores necesarios. Puede suceder que uno
lleve arrastrándose por este mundo durante cincuenta años y
todavía no sabe qué está haciendo en él.
Sencillamente, porque no ha sabido qué hacer consigo mismo.
Cómo
saber qué hacer
Para saber qué hacer consigo mismo, y hacerse un proyecto coherente y satisfactorio, es preciso conocerse a sí mismo; tarea no fácil. Se cometen muchos errores, en este sentido. Hay muchos chicos que descubren a los cuarenta años la gran capacidad que tienen para aprender, por ejemplo, ruso. Pero nadie les ayudó a descubrir que tenían esa capacidad de modo innato. Se cometen muchos errores en el conocimiento propio por estimarse a la baja, es decir, por infraestimación.
En
este aspecto, la pedagogía de padres y profesores se ha equivocado con
frecuencia. No hemos descubierto los valores positivos que tenían
nuestros hijos o alumnos. No hemos puesto el rodrigón para que crecieran
en sus valores innatos. “¡Lucha contra tus defectos!”, hemos
dicho, cuando por cada defecto arraigado en ese joven hay cinco, seis, diez,
veinte, cien valores dominantes –cien rasgos positivos, cien dones que le
han regalado- que son los que hay que desarrollar. Esa persona, quizá lo
ha pasado mal tratando de erradicar un defecto, por ejemplo, el desorden:
está todo el día peleándose con el armario, no sabe donde poner los zapatos, los calcetines, etc.; y, sin
embargo, le hubiera costado poco desarrollar otros valores que tenía en
estado potencial o ya muy crecidos como, por ejemplo, la magnanimidad, la
puntualidad, la simpatía, la constancia, la generosidad.
Con
muy poquito esfuerzo hubiera crecido en un montón de virtudes y hubiera
hecho felices a muchas personas. Pero como nadie se los mostró, no ha
crecido. Y tienen un concepto negativo, pésimo, de sí mismo,
porque sabe que es un desordenado, y cree que es un desastre, que siempre tiene
los libros arrugados...Tienen una pésima imagen de sí mismo, pero
es que nadie le ha descubierto el lado positivo que tenía y en el que,
con tanta facilidad, podía crecer.
Luchando
de una manera negativa casi nunca se consiguen virtudes. Desarrollando los
valores positivos que cada persona tiene y libremente quiere desarrollar, con
ayuda de los demás, es como se logran las virtudes, que es lo que hace
valiosas a las personas. Hay que acabar con la pedagogía varada en lo
negativo, porque sólo es compatible con el más radical pesimismo
antropológico. Lo cierto es que la persona, hombre o mujer, es una
maravilla; cada persona es única, irrepetible e insustituible. Y,
además, está dotada de muchos más rasgos positivos que
negativos.
Hacer
rendir los valores
Por lo tanto, hay que ahondar, hay que ser valiente y preguntarse: ¿quién soy yo? ¿qué valores tengo? ¿qué valores puedo alcanzar? ¿Cómo puedo sacar partido de los valores que tengo?
Hay
que proponérselo, proyectarse activamente, lanzarse hacia unos valores
concretos y desarrollar las virtudes correspondientes. ¿Cómo?
Ejercitando la virtud, no hay otro modo. ¿Usted quiere llegar a ser
más simpático? Pues, empiece a sonreír más, y se
estirarán sus músculos faciales. Primero le saldrá una
sonrisilla de conejo, pero no importa; llegará un momento en que los
músculos fácilmente se estirarán. La simpatía no se
consigue haciendo un master,
sino ejercitándola, y si lo hace ya verá como no hace
estimaciones a la baja del valor de su propia persona.
Si
usted, al llegar a este mundo tenía en sinceridad –por las
cualidades innatas que le habían regalado junto a su vida-, una
puntuación de 8, usted tendrá que morirse con un valor en
sinceridad de 800; valor que alcanzará con muy poco esfuerzo. Esa
será su biografía, no tendrá otra. A eso le llaman los
economistas plusvalía. En la vida, o crecemos o menguamos. ¿Y si
una persona nace con un alto valor de alegría, porque sin hacer
ningún esfuerzo ya en la cuna sonríe de forma maravillosa, y
puntúa 1000, y cuando se muere tiene sólo 200? ¡La
inflación se lo ha comido! Ha perdido el gran regalo de su vida.
Nos
reímos, pero esto es sumamente importante. Si nacemos con 800 de
alegría y llegamos a los setenta y cinco con sólo 200 de
alegría, todo el mundo dirá: “¡cuidado,
es un viejo gruñón; no te acerques, porque te puede
morder”. Si, en cambio, hemos nacido con 800 y elevamos este valor a
8000, dirán: “Cuida a este viejo: es encantador, ya verás
qué simpático, qué bien te lo pasas con
él...”
Creciendo
en la virtud de la alegría se hace felices a otras muchas personas. Al
menguar en la virtud de la alegría nos quedamos solos y nos sentimos
aislados, y además refunfuñamos, espantamos y hacemos
desgraciados a quienes nos rodean o nos tiene que cuidar. Hemos perdido los
papeles por el camino de la vida, porque no nos hemos conocido, porque sencilla
e injustamente nos hemos infravalorado, porque no hemos sabido desarrollar los
valores que ya teníamos, y que tan poco nos habría costado
aumentarlos.
La
ética de las virtudes
Estoy hablando de virtudes. Me gusta más hablar de virtudes que de valores. No es una mera cuestión de palabras, sino un problema de fondo acerca del significado. Las virtudes sólo se pueden enseñar de manera indirecta. En cambio, se pueden aprender directamente, viviéndolas.
Merece
respeto “el deber por el deber”, pero sin olvidar la ética
de la felicidad, que es la que hay que resucitar, sin perder el punto de
referencia de la ley. Cuando yo me porto bien, lo hago porque me da la gana, y
me da la gana porque así soy feliz. El listillo que hace el mal no es
feliz; es un desgraciado. Puede demostrarse fácilmente que es un
desgraciado. Pondré un ejemplo: una chica que aguanta a su madre cuyo
único defecto consiste en tener muy mal genio. Grita y grita, y esto es
como plomo derretido que cae por la espalda. Aún así la soporta y
la aguanta. Y gracias a que hace ese bien de soportar a su madre, se hace
buena. Puede decir que es tonta, pero no lo es: es feliz. Su madre se
expansiona gritándola y, gracias a eso, no tienen que ir al psiquiatra.
Si su hija le plantara resistencia, tendría que ir al psiquiatra porque
se suscitarían entre ellas muchos conflictos. Esa hija acabaría
por irse de casa. Pero, gracias al vigoroso temple que la chica tiene no ocurre
nada de esto.
Por
cierto, que no es verdad que las personas seamos buenas y, por eso, hacemos el
bien. Sólo cuando alguien se esfuerza por hacer el bien, después
de algún tiempo de esforzarse en lo mismo, acaba siendo bueno.
Sólo empeñándonos seriamente, desarrollaremos la bondad
que nos ha sido regalada con la vida. Sólo así nos hacemos sin
deshacemos.
http://www.foroandaluzfamilia.org/la-importancia-de-un-proyecto-de-vida.html